El amanecer llegó sin canto de aves.
El cielo estaba despejado, pero el aire tenía un peso extraño. Las hojas no se movían. Los lobos guardianes no aullaban. Incluso las piedras lunares, que solían vibrar con la luz del sol, permanecían quietas.
Kaeli lo sintió al despertar.
La marca en su cuello no ardía. No brillaba. Solo latía. Como si la luna estuviera conteniendo su energía. Como si esperara que Kaeli decidiera qué hacer con ella.
Daryan ya estaba en el Salón de Piedra.
Vestía el manto de Alfa, pero sin los símbolos de guerra. En su lugar, llevaba los emblemas de estrategia: tres líneas cruzadas, una luna partida, y un círculo incompleto. Señales de que lo que se avecinaba no era una batalla… sino una decisión colectiva.
—Los clanes están inquietos —dijo Maelis, mientras desplegaba el mapa lunar sobre la mesa central—. Algunos han reforzado sus límites. Otros han comenzado a mover tropas sin declarar intención.
—¿Y los del este? —preguntó Kaeli, entrando con paso firme.
Nerissa l