La mansión Volkov amaneció con un aire distinto. Las nubes se aferraban al cielo como si no quisieran dejar pasar la luz, y los lobos guardianes se mantenían inquietos, olfateando el viento con desconfianza. Algo se movía entre los muros. Algo que no era visible… pero que todos sentían.
Kaeli había regresado del bosque de Elaren con el colgante Kalei brillando más que nunca. Su mirada era firme, su paso seguro, pero dentro de ella, el fuego crecía sin forma. No era rabia. No era tristeza. Era algo más.
En el Salón de Piedra, los ancianos se reunían para discutir el equilibrio del clan. Daryan estaba presente, junto a Selene, que se mostraba cada vez más cómoda en su papel de consorte no oficial. Kaeli entró sin anunciarse, con la túnica de entrenamiento aún manchada de tierra lunar.
—No vine a escuchar pactos —dijo—. Vine a decir que el linaje Kalei no se someterá a ningún consejo.
Varek la observó con atención.
—¿Y qué propones?
Kaeli se acercó al fuego central.
—Una nueva estructura