El sol apenas se asomaba entre las montañas del norte cuando Kael despertó sobresaltado. El sueño había regresado, más vívido que nunca: una torre envuelta en llamas, voces que gritaban su nombre, y una figura encapuchada que le ofrecía una llave de obsidiana. No era la primera vez que lo soñaba, pero esta vez, algo había cambiado. La figura le había hablado con claridad: “La ruina no es el final, sino el umbral”.
Kael se incorporó, aún con el sudor pegado a la frente. El campamento dormía, salvo por los centinelas que patrullaban en silencio. A su lado, Lira aún descansaba, su respiración tranquila contrastando con el torbellino que se desataba en su mente. Sabía que no podía ignorarlo más. El sueño era una advertencia.
Horas después, el grupo se adentró en el Valle de los Susurros, un lugar que los mapas antiguos marcaban como tierra prohibida. Árboles retorcidos, niebla espesa, y un silencio que parecía devorar el sonido. El aire olía a humedad y a algo más… algo antiguo.
Fue Lira