3° El Don

Romeo Mancinelli

El avión aterrizó en el aeropuerto de Catania, y el sonido de las hélices se apagó lentamente, dejando un silencio que resonaba en mis oídos. Había pasado demasiado tiempo desde la última vez que pisé esta tierra, y aunque los años habían dejado su huella, Sicilia seguía siendo un lugar donde el pasado y el presente se entrelazan con la misma intensidad que el aroma del vino tinto y la brisa del mar. Sicilia, mi tierra natal, donde el sol brilla con una intensidad que puede cegar a los más débiles. Pero yo no era débil. Nunca lo había sido.

Al salir del aeropuerto, el calor del sol siciliano me abrazó como un viejo amigo. Las palmeras se mecían suavemente, y el murmullo de la gente en la terminal me trajo recuerdos de una infancia llena de promesas y traiciones. La mafia no solo era un modo de vida; era un legado que llevaba en la sangre.

Salí del aeropuerto y me subí a un coche negro, un modelo elegante que reflejaba mi estatus. El conductor, un viejo conocido, me saludó con una inclinación de cabeza. Mientras avanzábamos por las carreteras serpenteantes, mi mente divagaba. Cada curva traía recuerdos de mi infancia, de juegos en las calles de Palermo, de promesas hechas bajo la sombra de los olivos. Pero también recordaba las traiciones, las miradas de desconfianza y el precio de la ambición.

El paisaje era un cuadro pintado por un maestro: montañas imponentes, mar azul profundo y viñedos que se extendían como un manto verde. A medida que nos acercábamos a mi viñedo, sentí una mezcla de nostalgia y poder. Este lugar era mío. Cada racimo de uva, cada hoja verde, representaba el fruto de mis esfuerzos. Pero también era un recordatorio de que, en este mundo, nada es gratis. Las sombras de mis enemigos acechaban en cada esquina, y sabía que debía estar siempre alerta.

Mientras el coche avanzaba, mis pensamientos se tornaron más oscuros. La mafia no es solo un negocio; es una forma de vida. La lealtad se compra con sangre, y el respeto se gana a través del miedo. No había lugar para la debilidad, y cada decisión que tomaba era un paso más en el juego mortal que jugábamos. La ética no tenía cabida en mi mundo. La moralidad era un lujo que no podía permitirme.

Miré por la ventana y vi a los campesinos trabajando en los campos. Eran hombres y mujeres honrados, pero en su mirada había una chispa de desesperación. Sabía que muchos de ellos estarían dispuestos a hacer cualquier cosa por unos pocos euros. Esa era la naturaleza humana: la supervivencia ante todo. Y yo, como Don, debía aprovecharme de eso. Era un ciclo interminable, y yo estaba en la cima.

Finalmente, llegamos a mi viñedo. Las vides se alzaban orgullosas, como soldados en formación. El aire estaba impregnado del aroma de las uvas maduras, y me detuve un momento para absorber la belleza del lugar. Este era mi reino, y estaba listo para reclamarlo. Mientras caminaba entre las filas de vides, sonreí al pensar en las oportunidades que se presentaban. La llegada a Sicilia no era sólo un retorno; era un nuevo comienzo.

Con cada paso, sentía la fuerza de mi legado. Era un Mancinelli, y Sicilia era mi hogar. Aquí, en este suelo fértil, forjara mi destino una vez más.

Al cruzar la entrada de mi viñedo, la familiaridad del lugar me envolvió como un abrigo viejo. Pero no estaba solo. En la distancia, vi una figura que se acercaba con paso firme y decidido. Era Emilio Lombardo, mi mano derecha, el hombre que había llevado las riendas de mi imperio durante mi ausencia. Durante más de dos décadas, había actuado como mi sombra, un sustituto que había mantenido a flote el barco en aguas turbulentas.

Emilio se detuvo a pocos pasos de mí, sus ojos oscuros reflejaban una mezcla de respeto y lealtad. Con una sonrisa que apenas ocultaba su emoción, extendió su mano.

—Romeo, bienvenido de vuelta a casa —dijo, su voz grave resonando en el aire cálido de Sicilia.

Aprecie su mano con fuerza, sintiendo la presión de sus dedos. Era un saludo que decía más que mil palabras. Había estado al mando, pero siempre había sabido que mi regreso era inevitable.

—Gracias, Emilio. Has hecho un gran trabajo mientras estuve fuera —respondí, observando su rostro para captar cualquier indicio de inseguridad. Pero no había nada. Su confianza era palpable.

Mientras caminábamos juntos por el viñedo, Emilio me relató los cambios que había implementado. Habló de nuevas alianzas, de movimientos estratégicos que habían fortalecido nuestra posición. Cada palabra que salía de su boca era un recordatorio de su capacidad; había sido un buen sustituto, pero no podía evitar sentir que la sombra de mi ausencia había dejado su huella.

—La familia ha crecido, Romeo. Hay nuevos rostros, pero también algunos que han desaparecido —dijo, su tono volviéndose sombrío.

La mafia es un mundo cruel, y cada pérdida es un recordatorio de que la lealtad se prueba en el fuego. Asentí, comprendiendo que en este juego, no hay espacio para los débiles.

Mientras avanzábamos entre las vides, mis pensamientos se centraron en el poder que había dejado en manos de Emilio. La mafia no es solo un negocio; es una red de relaciones, de confianza y traición. Había confiado en él para mantener el equilibrio, y hasta ahora, lo había hecho. Pero, como todo mafioso, siempre había una duda que acechaba en la parte posterior de mi mente. ¿Estaría Emilio listo para aceptar mi regreso sin resentimientos?

—¿Cómo te sientes al tenerme de vuelta? —pregunté, observando su reacción.

Emilio se detuvo y me miró a los ojos, su expresión seria.

—Siempre he estado preparado para tu regreso, Romeo. Este es tu imperio, y yo solo he sido el guardián —respondió con firmeza.

Su respuesta me hizo sentir un alivio inesperado. La lealtad de Emilio era inquebrantable, y eso era algo que valoraba profundamente. A pesar de los años, sabía que podía contar con él.

Con cada paso, sentía que mi imperio recuperaba su esencia. La llegada a Sicilia no era solo un regreso; era un renacer. Emilio y yo éramos dos caras de la misma moneda, y juntos, estábamos listos para enfrentar cualquier desafío que se presentara.

Al llegar al corazón del viñedo, donde las uvas colgaban pesadas y maduras, me volví hacia Emilio.

—Es hora de que reescribamos las reglas del juego —dije, una sonrisa astuta dibujándose en mis labios.

Emilio asintió, su mirada llena de determinación. Sabía que el camino por delante estaría lleno de obstáculos, pero con un aliado como él a mi lado, nada era imposible

Después de ponerme al día con Emilio, sentí que el peso del liderazgo comenzaba a asentarse nuevamente sobre mis hombros. Caminé hacia mi despacho, un espacio que había sido mi refugio y mi fortaleza durante años. Las paredes estaban adornadas con fotos de mi familia y recuerdos de tiempos pasados. Aquí, las decisiones se tomaban, y los destinos se forjaban.

Tomé asiento en mi escritorio, observando la luz del sol que se filtraba a través de la ventana, iluminando el polvo que danzaban en el aire. La tranquilidad del momento fue interrumpida por un suave golpe en la puerta. Sin esperar una respuesta, la puerta se abrió y entró Elif Pellegrini. Sabía que vendría.

La vi por primera vez y, en un instante, el mundo se detuvo. Era una visión que desafiaba la realidad: una chica de piel clara, con un cabello lacio y castaño que caía como una cascada sobre sus hombros. Su belleza era única, casi etérea. Los rasgos de su rostro eran delicados, pero había una fuerza en su mirada que me cautivó de inmediato.

¿Quién es esta mujer? pensé, sintiendo una mezcla de admiración y sorpresa. Era la hija del consigliere, mi mejor amigo, y eso le otorgaba una posición especial en este juego peligroso. Pero en ese momento, todo lo que podía pensar era en la forma en que se movía, con una gracia que parecía natural y sin esfuerzo.

—Buenas tardes, Don Mancinelli —dijo con voz firme.

Sonreí y no sé porqué, pero escucharla decirme así, me dio una curiosidad inexplicable.

—Bienvenida a mi casa, señorita Elif.

El silencio en el estudio era denso, casi palpable. Observé a Elif Pellegrini, la hija del consigliere, con una intensidad que sabía podía hacerla sentir vulnerable. Había algo en su mirada que me intrigaba, una mezcla de desafío y curiosidad que resonaba en mí.

Me levanté de mi sillón de cuero, consciente de la impresión que mi estatura y presencia podían causar. Cada movimiento era deliberado, como si estuviera midiendo el impacto que tendría en ella. Cuando me acerqué, sentí su corazón latir con fuerza, un ritmo que parecía resonar en la habitación.

Su rostro, una mezcla de juventud y determinación, me recordó a su padre en su juventud. Extendí mi mano hacia ella, y al tocarla, sentí una corriente eléctrica recorrerme. Era una conexión instantánea, algo que no había anticipado.

—Es un gusto conocer a la hija de Marcelo Pellegrini. Bello come la luna e freddo come la notte —susurré, sintiendo el peso de mis palabras. Su belleza era innegable, pero había algo más, una frialdad que me intrigaba.

"Tan hermosa como la luna y tan fría como la noche"

Elif respondió con una voz apenas audible, lo que me hizo sonreír levemente. Pero no quería que me llamara "Don", así que le hice saber que prefería que me llamara por mi nombre.

—Por favor, siéntese —instruí, observando cómo se acomodaba en la silla. La forma en que se movía mostraba una mezcla de nerviosismo y determinación, algo que captó mi atención.

La observé en silencio durante unos momentos, intentando descifrar sus pensamientos. Finalmente, rompí el hielo.

—Me han hablado mucho de usted, señorita Elif.

Su respuesta fue rápida, llena de nerviosismo. Esperaba que las historias sobre ella fueran buenas. Asentí con la cabeza, confirmando que así era. La admiraba por su inteligencia y valentía, y sabía que su ambición podría ser tanto una bendición como una maldición.

—¿Qué la trae por aquí, señorita Elif? —pregunté, buscando entender sus intenciones.

Su sinceridad me sorprendió, y me gustó. Era refrescante en un mundo donde las apariencias a menudo reinaban. Habló de su padre y de su deseo de conocerme, algo que sabía que Marcelo habría querido.

Justo en ese momento, la puerta se abrió, y Marcelo entró con una gran sonrisa. La energía en la habitación cambió instantáneamente. Mientras él me abrazaba, sentí una incomodidad creciente.

—No cambias, consigliere —le dije, intentando mantener la formalidad mientras sentía que mi paciencia se desvanecía.

La conversación entre nosotros se alargó, y aunque era bueno ver a un viejo amigo, la tensión en el aire era innegable. Finalmente, Marcelo se volvió hacia Elif.

—Elif, tengo cosas que hablar con el Don. Te agradecería que salieras por un momento.

La vi salir, y una parte de mí se sintió decepcionada. Había algo en ella que me intrigaba, algo que quería explorar. Pero sabía que había asuntos más importantes que atender.

Cuando la puerta se cerró, me recosté en mi sillón, sintiendo el peso de la conversación que debía tener con Marcelo. Sin embargo, mi mente se desvió hacia Elif. ¿Qué más había detrás de esa fachada de valentía y rebeldía?

[...]

Mientras esperaba, escuché un sonido lejano que llamó mi atención. Era el piano, y la melodía que surgía de él era inconfundible. La "Sonata Claro de Luna" de Beethoven. La música fluía, y con cada nota, una parte de mí se sintió atraída hacia ella.

Decidí acercarme a la puerta y observar. Lo que vi me sorprendió. Elif estaba sumida en la música, cada acorde era una explosión de emociones. Sus dedos danzaban sobre las teclas con una fuerza que reflejaba su frustración y su rabia contenida. Era una interpretación intensa, casi visceral.

Cuando terminó, el silencio que siguió fue abrumador. Abrí la puerta, y nuestras miradas se encontraron. No podía descifrar su expresión, pero sabía que había algo especial en ella.

—¿Le ha gustado mi "Sonata Claro de Luna de Pesadilla"? —preguntó con una sonrisa desafiante.

¿De pesadilla?

Me sorprendió su audacia. Ella no solo tocaba música; estaba expresando su alma.

—Me ha conmovido —respondí, intentando mantener la compostura. —Ha sido una interpretación muy... personal.

—La música siempre es personal — sentí que sus palabras resonaban en mí. Era una verdad que conocía bien.

—Y usted, señorita Elif, tiene mucho dentro —dije, sintiendo la necesidad de profundizar.

Nuestras miradas se entrelazaron, y la tensión aumentó. Me pregunté qué más cosas intensas escondía en su interior.

—Muchas —respondió con una sonrisa enigmática, y su respuesta encendió una chispa de curiosidad en mí.

—Me gustaría descubrirlas todas —susurré, sintiendo que cada palabra era un paso hacia lo desconocido.

—Eso tendrá que ganárselo —respondió, dándose la vuelta y alejándose.

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