Mundo ficciónIniciar sesiónLa luna gobierna el cielo, roja y oscura al mismo tiempo. Un eclipse parcial rompe la noche, proyectando sombras inquietas sobre los muros de piedra que protegen nuestra aldea.
El aire huele a tierra húmeda, a hierbas quemadas, a incienso y sangre. El viento ruge entre las montañas como si le diera la bienvenida a la vida que está por venir.
Dentro de la choza, los gritos de Eira atraviesan mi pecho más fuerte que cualquier lanza enemiga. Mi mujer lucha entre la vida y la muerte. Sus manos se aferran a las mantas, sus uñas desgarran la madera del lecho. Cada alarido suyo es un recordatorio de que la línea entre el nacimiento y la muerte es delgada, cruel.
Camino de un lado a otro. No puedo quedarme quieto. Soy Alfa, protector de la manada Umbra, pero esta noche no soy líder, ni guerrero. Esta noche solo soy un hombre que teme perder lo que más ama.
—¡Resiste, Eira! —digo, con la voz quebrada, inclinándome sobre ella. Le tomo la mano, la beso, como si mi contacto pudiera aliviar el dolor.
Ella me mira apenas, sus ojos dorados brillan de sudor y lágrimas. En esa mirada hay amor, pero también un pedido mudo de fuerza.
A su lado, la chamana Lythra recita palabras en la lengua ancestral, invocando a la luna, a los espíritus de la sangre. Sus manos arrugadas se mueven con precisión, colocando amuletos alrededor del lecho. Cada vez que la escucho susurrar «Umbra», siento que el aire se densifica.
La curandera añade ungüentos sobre el vientre de Eira. El aroma de la salvia y el eucalipto invade el lugar, mezclándose con el cobre de la sangre.
Yo aprieto los puños. Mis nudillos crujen. Quisiera pelear contra este dolor en su lugar, dar mi vida cien veces antes de verla así.
—Alfa Ardan, es el destino —susurra Lythra, con voz grave, sin apartar los ojos de las brasas encendidas frente al altar.
—¡Destino! —replico con un rugido—. ¿De qué me sirve el destino si me arranca a mi esposa?La anciana sonríe, pero no hay burla en sus labios, solo la serenidad de quien ha visto más muertes que nacimientos.
—El eclipse no miente. Esta cachorra no es una más. Ella decidirá el futuro de todos los clanes.
Eira grita otra vez, su cuerpo se arquea con violencia. La curandera la sostiene, las parteras limpian el sudor que recorre su frente. El calor dentro de la choza es sofocante, pero yo tiemblo de frío.
Afuera, la manada espera. Guerreros, madres, ancianos. Todos en silencio, atentos al aullido que romperá la noche. El nacimiento de una loba de sangre pura no se veía desde hacía generaciones.
Me arrodillo junto a Eira. Mis manos tiemblan al apartar un mechón pegajoso de su rostro.
—Estoy contigo, amada mía. No me sueltes.
Ella sonríe, apenas un gesto, y vuelve a apretar. El dolor la desgarra, pero sigue luchando.
Las horas parecen siglos. El eclipse avanza. La luz roja baña cada rincón de la choza, como si la luna misma vigilara este nacimiento.
Finalmente, un llanto corta el aire. Un sonido frágil, puro, pero poderoso como un rugido contenido. Como si inyectara un susurro de vida y fuerza a todos en la aldea.
La partera levanta a la pequeña, envuelta en mantas manchadas. Su piel resplandece bajo la luz de la luna, y en su frente, un lunar diminuto arde como un sello. Mis ojos se llenan de lágrimas.
—Es ella —susurra Lythra, con reverencia—. La heredera del Eclipse.
Me quedo sin aire. Veo a mi hija. Mi hija. Pequeña, frágil, pero con una fuerza invisible que me estremece. Su llanto no es de debilidad, es de proclamación.
Eira llora, sonríe entre la fatiga. Sus brazos abiertos piden tenerla. La coloca contra su pecho y suspira con alivio.
—Mariel… —susurra.El nombre queda grabado en mi piel como fuego. Las abrazo a ambas, con cuidado, con miedo de romperlas. No hay palabras suficientes para describir lo que siento. Orgullo. Ternura. Temor. Ella siempre tiene razón.
Pero la voz de Lythra corta la dicha como un cuchillo. Eira y yo escuchamos con atención.
—Alfa Ardan, debes decidir.
Levanto la vista. Sus ojos me taladran. No entiendo sus palabras. Debe ser más clara.
—¿Decidir qué?
La anciana señala a la niña. Luego, nos mira a los dos con mucha precaución.
—No puede quedarse aquí. Nació bajo el eclipse. Está marcada. Si las demás manadas saben de ella, la buscarán. Para venerarla. O para matarla.
Mi pecho se hunde. No. No puede pedirme eso. Es nuestra, nuestra hija, la que hemos esperado durante siglos y ahora ha llegado a nosotros.
—¡Es mi hija! —rujo, con la voz de Alfa.
—¡Nooooo!, es mía —dice Eira, mostrando los dientes.
—Y es más que su hija. Es Umbra. Es sangre de los primeros. Ella puede traer equilibrio o destrucción.
El silencio pesa. Escucho mi propia respiración, rápida, agitada. Miro a Eira. Ella lo sabe. Su llanto lo confirma.
Escuchan algo fuera. No lo han escuchado antes, pasos desconocidos, olor desconocido. ¿Qué será? Ardan sale del recinto y aguza sus sentidos, buscando a la persona que no ha sido invitada.
Está cerca, lo huele, pero no escucha sus pasos. ¿Dónde está? Camina de un lugar a otro, se va transformando en lobo lentamente, mientras su instinto le dice que están en peligro.
Dentro, se escucha otro grito, un aullido. No espero, entro inmediatamente y veo a uno de los míos con los ojos desorbitados, loco, peligroso.
—Ella no debe vivir —dice, mientras quiere quitársela a la madre de su pecho.
A pesar de que ella está dolorida, sin terminar el proceso de parto, ruge, lo atrapa con sus dientes, mientras yo lo tomo con el cuello y se lo arranco de tajo. Nadie se mete con ellas.
—Esto es solo el principio, Alfa y reina. No se dentendrán —comenta la chamana.
—Ardan… —dice con un hilo de voz y ojos suplicantes, que saben lo que debemos hacer—. Ella debe vivir, aunque no sea con nosotros.
El mundo se me cae encima. La manada afuera espera con júbilo. Ellos no saben lo que ocurre dentro de estas paredes. Para ellos, esta es una noche de celebración. Para nosotros, es la noche más amarga de nuestra vida.
Miro a mi hija otra vez. Sus ojos aún cerrados, su piel tibia contra la de Eira. ¿Cómo entregarla? ¿Cómo soltar lo que tanto hemos esperado?
Me pongo de pie. Siento que mis piernas pesan como hierro. Salgo de la choza unos segundos. Afuera, la gente aúlla celebrando, sin saber que yo estoy por decidir el destino de todos.
El amanecer llega con un resplandor gris. Vuelvo a entrar. Eira sostiene a la niña dormida. La besa en la frente, una, dos, tres veces, como si quisiera tatuar su amor en ella.
—Te amo, hija mía. Perdóname —susurra, mientras las lágrimas le corren por las mejillas.
Yo me acerco. La tomo en brazos. Es tan pequeña que cabe en mi pecho. Huelo su piel. Es mi sangre. Mi vida. La chamana me mira con solemnidad.
—Debes confiarla a otra familia. Será protegida entre humanos. Crecerá ignorante de lo que es, hasta que llegue la hora de despertar.
El silencio de Eira me destruye. Solo sus ojos brillantes, enrojecidos, se que para ella es aún peor.
—Haré lo que deba, aunque me cueste el alma.
Salgo de la choza con la niña en brazos. El sol empieza a asomar, pintando las montañas de dorado. La manada entera se arrodilla al verla, como si ya supieran que esta cachorra es distinta. Yo no digo nada. Solo sigo caminando.
A pocas leguas de la aldea, me espera una pareja humana, campesinos humildes que no saben la magnitud de lo que reciben. Les entrego a mi hija. Mis manos tiemblan cuando la pongo en los brazos de la mujer.
—Cuídenla como si fuera suya. Nunca revelen de dónde vino. Nunca la expongan. Yo les daré lo suficiente para que vivan bien y le den lo mejor a nuestra hija. Vayanse a otro lugar, lejos. Sabré dónde encontrarlos siempre.
Ellos asienten, sin comprender del todo. Yo los observo alejarse con mi hija. Cada paso de ellos es un desgarro en mí.
Cuando vuelvo al poblado, el eclipse ya ha terminado. El sol brilla con normalidad, como si nada hubiera ocurrido. Pero yo sé que el mundo ha cambiado para siempre.
Eira me espera, débil, pálida, con lágrimas que no se secan. Me arrodillo a su lado. Ella me abraza con las pocas fuerzas que le quedan.
—Ardan, algún día volverá a nosotros. Estoy segura de ello. —Su voz es un suspiro.
—Sí, amada. Algún día —respondo, aunque no sé si es verdad.
Miro al cielo. La luna se desvanece, oculta tras el día. Pero yo sé que nos vigila. Y que ese eclipse ha marcado a nuestra hija.
Mariel, la cachorra de Umbra. Loba pura sangre, nuestra hija. La heredera del Eclipse.







