El sol ya se colaba por las cortinas cuando Alan abrió lentamente los ojos, pero no se movió. Había una calidez desconocida sobre su pecho, una sensación reconfortante que no provenía de mantas ni almohadas. Era Maritza. Dormía, encajada contra su cuerpo, su mejilla apoyada justo en el centro de su pecho, una mano enredada sin querer en su camiseta arrugada. Su respiración era lenta, profunda, serena.
Alan sonrió, con los labios apenas curvados, como si temiera romper la magia del momento con un gesto demasiado brusco. La mañana tenía ese silencio dorado que precede al bullicio habitual de la mansión, como si el mundo hubiera hecho una pausa para no despertarlos.
No lo hubiera creído si alguien se lo contaba. Esa mujer que había llegado como un huracán, con voz dura, carácter de acero y cero tolerancia al drama, ahora estaba ahí, dormida sobre él, con el ceño relajado, como si por fin hubiera bajado la guardia. Era tan distinta cuando dormía.
No había reproches, no había exigencias, n