El regreso a la mansión fue silencioso. El chofer conducía con suavidad mientras el crepúsculo teñía el cielo de tonos rosados, dorados y ámbar que se deslizaban como caricias sobre el vidrio de las ventanas. Afuera, los árboles proyectaban sombras largas y ondulantes en la entrada del jardín, como si la misma naturaleza quisiera guardar silencio ante lo que estaba por venir.
Dentro del auto, Maritza miraba hacia el horizonte, sus ojos perdidos en las siluetas de los edificios lejanos, el rostro sereno pero tenso. Sus dedos estaban entrelazados sobre su regazo, pero apretaban con fuerza, como si su cuerpo intentara contener emociones que no se atrevían a romper la superficie.
Alan, sentado a su lado, mantenía la mirada fija en el respaldo del asiento frente a él. Había un leve tic en su mandíbula, una señal de que sus pensamientos lo carcomían. Como si en esa tela gris, deslavada por los años, pudiera encontrar las respuestas a las traiciones, mentiras y deslealtades que se escondían