El amanecer llegó mostrando sus primeros rayos por los ventanales de la mansión. Los árboles, aún cubiertos de rocío, parecían susurrar secretos antiguos, mientras el mundo despertaba lentamente al compás de una mañana que prometía ser todo menos tranquila.
Alan se incorporó con un leve quejido. El cuerpo le dolía, cada músculo parecía reclamarle por el esfuerzo del día anterior, pero había algo distinto en él. Una especie de electricidad bajo la piel. No era solo el dolor: era la certeza de estar haciendo algo más que sobrevivir.
Maritza lo esperaba en el comedor, con una taza de café entre las manos. Llevaba el cabello suelto, una blusa blanca sencilla y unos pantalones beige que la hacían parecer menos fiera, más cercana. Sin embargo, sus ojos seguían siendo los mismos: atentos, calculadores, cargados de silencios que hablaban más que sus labios.
—¿Listo para volver al infierno? —preguntó sin levantar la vista de su taza.
—No sé si estás hablando de la empresa… o de ti —contestó él