La mansión estaba en silencio. Un silencio pesado, espeso, como si los muros mismos supieran que algo invisible se había roto, o estaba por romperse.
Alan no había dormido. Sus ojos estaban fijos en el ventanal, donde los primeros rastros del amanecer comenzaban a colorear el cielo con pinceladas tenues de rosa y oro. El celular reposaba sobre la mesa, iluminado con una conversación a medias. Un mensaje que escribió y no envió. Uno de tantos.
El sonido de la puerta principal lo sacó de sus pensamientos. Luego, pasos. Risas apagadas, entrecortadas. Y un murmullo de voces femeninas que se acercaban.
La reconoció enseguida.
—Cuidado… —dijo Nelly, jadeante—. ¡Lucía, ayúdame a sostenerla! Dios, Maritza…
—Estoy bieeennn… —arrastró la voz Maritza, tropezando con el marco de una puerta, riendo entre lágrimas que ya no sabía si eran de tristeza o alcohol.
Alan escuchó su nombre, o al menos creyó oírlo enredado en ese murmullo embriagado que subía por la escalera.
Se acercó lentamente con su si