Horas más tarde, Maritza despertó con la luz filtrándose por las cortinas. Dolor de cabeza. Boca seca. Y un dolor en el pecho que no tenía nombre.
Se sentó lentamente. Se frotó la cara. Recordó las palabras, las lágrimas, las manos de Nelly sosteniéndola, los ojos de Lucía llenos de compasión.
Y por un instante, pensó que había cometido un error.
Hasta que vio, sobre la mesita de noche, un papel doblado.
Lo abrió con dedos temblorosos.
“Una semana. Empieza cuando despiertes. Aceptaré todo lo que hagas y digas sin quejarme. Pero si no pasa nada olvidaremos las terapias y tendrás que casarte conmigo y viviremos infelices los dos”
—Imbécil, te vas a arrepentir toda tu vida —dijo con una sonrisa maliciosa.
El reloj marcaba las cuatro en punto cuando Maritza entró al gimnasio privado de la mansión, con una carpeta en una mano y una botella de agua en la otra. Llevaba el cabello recogido en una trenza desordenada, aún con rastros del desvelo en los ojos, pero su andar firme, casi desafiante