Los días seguían pasando en la mansión Cisneros, y la guerra silenciosa, pero feroz entre Alan y Maritza se volvía más aguda con cada amanecer. No necesitaban gritarse para destilar odio: bastaban las miradas filosas, las respuestas llenas de sarcasmo, los silencios tensos y las provocaciones cuidadosamente medidas para alimentar una batalla sin tregua.
Cada mañana comenzaba con el mismo ritual: Maritza entraba sin anunciarse a la habitación de Alan, se acercaba con sus pasos firmes y su aroma a lavanda y canela, y abría las cortinas sin pedir permiso, dejando que el sol golpeara con dureza los ojos cansados de él.
—¿Otra vez el mismo gesto de tortura? —murmuraba Alan, entrecerrando los ojos con fastidio.
—La vitamina D hace milagros, Cisneros. Aunque contigo, ni el sol se atreve a curarte —replicaba ella con una sonrisa burlona, mientras revisaba la bandeja del desayuno que el chef había preparado especialmente según sus instrucciones médicas.
Aquel espacio de vidrio y acero donde Al