ADRIANO
Los días habían pasado desde el atentado, pero yo seguía en el mismo estado: alerta, vigilante, incapaz de soltar la mano de Dalia ni por un instante. Había convertido la habitación del hospital en una extensión de nuestra casa, en un santuario donde nada ni nadie pudiera tocarla.
No importaba que los médicos me dijeran que ya estaba fuera de peligro, que su recuperación avanzaba bien: yo la seguía cuidando como si un segundo de descuido pudiera arrebatármela.
Le daba la comida en la boca. Me gustaba ver cómo fruncía el ceño de vergüenza cuando levantaba la cuchara con la sopa humeante y la soplaba antes de acercarla a sus labios.
—Adriano, puedo hacerlo sola —protestaba.
—Lo sé —respondía, con una sonrisa—. Pero no quiero.
Le acariciaba el cabello, besaba su frente, sus dedos, cualquier parte de su piel que pudiera sacarme esa sensación de miedo de encima. Dormía en la silla junto a su cama, con la cabeza apoyada en su mano, como si con eso pudiera proteger no solo a ella, s