JACKELINE
La puerta se abrió y lo vi ahí, en medio de la penumbra del salón, sentado en el sofá con un vaso de whisky como un centinela herido estaba Adriano, levantó la vista y, apenas me reconoció, se puso de pie. No hubo palabras, solo ese abrazo que me apretó los huesos.
—¿Estás bien? —me sostuvo de los brazos, mirándome como si buscara moretones escondidos—. ¿Te hizo daño? ¿Cómo se te ocurre ponerte entre mi arma y él?
—Adriano, estoy bien —le respondí con firmeza—. Así como Dalia te ama a ti, yo lo amo a él. Y por eso vine. Necesito que hablen. Él quiere hablar, pero no lo traeré acá para que le vueles la cabeza.
—Vaya, cobarde —escupió con ironía.
—No es cobarde. Yo lo obligué a no venir. Él no quería dejarme sola.
Adriano bufó, frustrado, y apartó la mirada.
—Pfff…
—Amor —intervino la voz dulce de Dalia, desde la escalera—. Creo que es bueno que los cuatro hablemos.
Ambos giramos de golpe.
—¡DALIAAAAA! —gritamos a coro Adriano y yo—. ¡Tú deberías estar acostada!
Ella nos miró