ALESSANDRO CARPENTIER
Empujé la puerta del departamento con el hombro y cerré dos cerrojos de memoria. La ciudad sigue lloviendo, pero aquí adentro huele a madera limpia y a silencio. No le doy tiempo al silencio: voy directo al baño, abro el botiquín y saco gasas, suero y un analgésico en crema. Mi gatita me sigue sin soltar la camisa; tiembla poco, más por la rabia que por el miedo.
—Siéntate aquí —le indico, tocando la cubierta de mármol—. Quiero ver ese labio.
Me obedece con la misma terquedad con la que me desafía. Enciendo la luz fría del espejo. La hinchazón se marcó en el borde del labio; hay un corte limpio que sangra de manera terca. Humedezco un cotonito con desinfectante.
—Dolerá un poco, amor.
—Aauuush… —muerde la queja, firme—. El mundo es un pañuelo, Alessandro.
— Jamás pensé que la esposa de Adriano sería tu prima… la mamá de los tres glotones que aman mi pan.
—Yo tampoco. —Me sonrío sin humor—. Y aun así, aquí estamos.
Le toco el labio con cuidado, como si la piel pu