El silencio, después de la visita de Dante, ya no era solo ausencia de sonido. Era una entidad viva, pesada y sofocante que se sentaba sobre mi pecho, susurrándome al oído las mismas palabras una y otra vez: "Marioneta... Extensión de mi voluntad... Arma perfecta..."
Las paredes de piedra, antes testigos mudos de mi rabia, ahora parecían reírse de mí. Cada grieta era una boca que se burlaba de mi impotencia. El conocimiento de que él tenía la llave para despojarme de todo lo que era, de todo lo que me hacía yo, era una tortura mental peor que cualquier encierro físico. Mi poder, mi maldición, mi herencia... era lo único que me quedaba. Y él podía robármelo, torcerlo y usarlo como un látigo contra el mundo, y contra mí.
No podía quedarme allí. No podía seguir respirando ese aire enrarecido por el miedo y la amenaza. Una energía desesperada, nacida del pánico más profundo, comenzó a hervir dentro de mí. No era un plan. Era un instinto animal, el de una bestia acorralada que prefiere mor