Siete días.
Siete días de cuatro paredes de piedra que parecían cerrarse sobre mí un poco más con cada amanecer. Siete días de silencio, roto solo por el sonido de la cerradura al abrirse para dejar entrar a una sirvienta muda que dejaba comida y se iba sin mirarme a los ojos. Siete días de respirar el mismo aire viciado, cargado con el fantasma de mi propio fracaso y el persistente, tenue aroma de las hierbas amargas que aún se aferraban a mi piel como una burla.
El perfume de mi huida se había convertido en el olor de mi prisión.
Al principio, la rabia me sostuvo. Una rabia feroz y ciega que me hizo golpear la puerta hasta que mis nudillos sangraron, que me hizo gritar improperios al vacío hasta que mi garganta se rasgó. Pero la piedra no responde, y el silencio devora los gritos. La rabia se convirtió en frustración, la frustración en una desesperación silenciosa que se enroscaba en mi estómago como un gusano.
Pasé horas mirando por la ventana, la única conexión con un mundo