Una inquietud comenzó a crecer en mí, un fuego lento que no tenía que ver con la rabia ni con el miedo. Era algo diferente, algo más profundo y ancestral. Al principio fue solo un calor incómodo bajo mi piel, un latido insistente en la parte baja de mi vientre que atribuí a los nervios y al agotamiento de los últimos días. Pero con las horas, el calor se intensificó, extendiéndose como una fiebre dulce y pesada que nublaba mis pensamientos.
Mi cuerpo ya no me pertenecía. Era un instrumento afinado por una fuerza mayor, una biología que reclamaba su derecho. El aire de la habitación, que antes me parecía viciado, de repente se llenó de mil matices olvidados. Podía oler el jabón en la madera del lavabo, el polvo en los tapices, la cera de las velas… y algo más, algo que siempre había estado ahí pero que ahora se volvía abrumador: el rastro de Dante. Su esencia, ese aroma a tormenta y poder, a madera ahumada y dominio, impregnaba la fortaleza, y cada partícula de ese olor era un gancho q