La habitación que me habían asignado era amplia, demasiado para alguien como yo. Las paredes de piedra gris, frías y desnudas, parecían querer recordarme a cada instante que no estaba en un hogar, sino en una fortaleza. El lujo no podía disfrazar la sensación de encierro. Había una cama enorme cubierta con mantas oscuras, un tocador que brillaba bajo la escasa luz de la lámpara y un ventanal que dejaba entrar un cielo encapotado, el mismo que me miraba con indiferencia.
Me senté en el borde de la cama, con los codos sobre las rodillas y las manos entrelazadas. Había pasado casi todo el día en ese mismo lugar, caminando en círculos o recostándome sin lograr descansar. Las voces de las sirvientas se filtraban a veces por debajo de la puerta, cuchicheos y risas veladas que se cortaban apenas notaban mi sombra. Nadie me quería allí. Nadie me miraba sin odio o burla.
Suspiré hondo, intentando calmar la presión en el pecho. Me había jurado no dejar que me vieran rota. Pero en la soledad de