Me desperté con la sensación de tener los ojos de toda la fortaleza clavados en mi espalda, incluso antes de abrir la puerta de mi habitación. El aire olía a hierro, a piedra húmeda y a desconfianza. En el internado me habían entrenado para mantener la espalda recta y la sonrisa perfecta sin importar cuántos cuchillos se clavaran en la piel, pero en Kaelthorn el veneno era más crudo, menos disfrazado de cortesía.
Las primeras en acercarse fueron dos mujeres vestidas con sedas oscuras, esposas de lobos subordinados de Dante. Caminaban con paso felino, los labios pintados de un rojo demasiado intenso, los ojos delineados como garras. Me rodearon con una falsa cordialidad que olía a burla.
—Así que tú eres la elegida… —murmuró una, saboreando la palabra como si se tratara de un insulto.
—Elegida es un término generoso —contestó la otra, con una carcajada ligera—. Yo diría que fue un accidente.
Me limité a observarlas, la barbilla en alto, aunque las palabras se me clavaron como espinas e