Golpearon la puerta de mi habitación justo cuando la noche se había cerrado sobre la fortaleza. Había pasado las últimas horas mirando el techo, negándome a bajar al comedor. No tenía intención de sentarme rodeada de miradas hostiles, de cuchicheos que me desmenuzarían como carroña.
—La cena está servida, la esperan abajo —anunció una voz apagada.
—No tengo hambre.
El silencio que siguió fue denso, como si la sirvienta dudara en insistir. Finalmente, escuché sus pasos alejarse y el eco de la puerta del pasillo cerrándose detrás de ella. Sonreí con un dejo de satisfacción amarga. Creían que podían moverme como una pieza más en su tablero. No conmigo.
Me recosté de lado, convencida de que esa sería la última interrupción, pero la manija giró de golpe minutos después. La puerta se abrió con violencia y el aire en la habitación se tensó al instante.
Dante Kaelthorn.
Su sombra llenó el umbral antes de que siquiera cruzara el marco. El brillo oscuro de sus ojos me recorrió entera, tan frío