Nunca me había temblado tanto el pulso como cuando crucé esa puerta de vidrio. Ni siquiera cuando firmé mi acta de matrimonio, un papel frío que sellaba un destino que no había elegido del todo, pero que entonces veía como una necesidad, una salida. Ni cuando parí a Oliv en aquella fría sala blanca, las luces fluorescentes desnudando mi dolor, sin más compañía que una enfermera desinteresada y el eco de mi propio aliento entrecortado. Esos momentos, a pesar de su intensidad, fueron imposiciones del destino o de la vida, situaciones a las que me resigné o que simplemente ocurrieron. Pero ahora sí. Ahora temblaba. Mis manos estaban húmedas, mis rodillas flaqueaban ligeramente, y una punzada de ansiedad me recorrió el estómago. Temblaba porque estaba por hacer algo que no tenía marcha atrás, algo deliberado, una decisión consciente que me ponía al borde de un abismo, pero también al umbral de una oportunidad. Temblaba porque iba a defenderme. Y lo que era más importante, iba a defenderla