El sol de la mañana se filtraba por las ventanas del auto, pintando destellos dorados en el salpicadero de cuero pulido. Liana observaba la ciudad pasar, un torbellino de cristal y acero que se sentía a la vez familiar y ajeno. A su lado, su prima Sofía Cavalli, una mujer de unos treinta años con una elegancia innata, revisaba su teléfono con una despreocupación que Liana envidiaba. En el asiento de atrás, la niñera, una joven de sonrisa dulce llamada Clara, sostenía a Oliv en su regazo. La niña, con sus grandes ojos curiosos, señalaba los edificios y murmuraba palabras incomprensibles, su inocencia un bálsamo para la agitación que Liana sentía en su interior.
Dante había sido claro la noche anterior: "Mañana Sofía te acompañará de compras. Necesitas un guardarropa que represente a una Cavalli. Tienes un imperio que liderar, Liana, y la imagen es lo primero. No te preocupes por el precio; ahora es una inversión". Sus palabras, aunque pragmáticas, no sonaron frías. Había una seriedad e