Las lágrimas de Danna caían sobre el cojín de terciopelo de la chaise longue de su madre, manchando la tela de un rojo intenso. Su respiración era entrecortada, cada sollozo un alarido de frustración y dolor. El lujoso ático de su madre, un santuario de mármol y espejos, se sentía asfixiante. En la vida, Danna estaba acostumbrada a tener el control, a que las cosas se hicieran a su manera, pero ahora, el mundo se le escapaba de las manos. Y no había nada que pudiera hacer.
Su madre, una mujer esbelta y de rasgos afilados que el tiempo había suavizado con una capa de indiferencia, la observaba desde el otro lado de la habitación, con una copa de vino tinto en la mano. Su mirada era fría y calculadora, pero cuando se dio cuenta de que Danna estaba a punto de hablar, la suavizó con una máscara de preocupación.
—Mi niña, ¿qué te ha pasado? No te había visto así desde que eras una niña. —dijo con una voz melodiosa, acercándose a Danna y tomando su mano. —Dime, ¿qué te tiene tan mal?
Danna