El silencio que siguió a las palabras de Félix fue tan denso que podría haberse cortado con una navaja. Ese "nosotros" quedó suspendido en el aire como una promesa prohibida o una amenaza deliciosa, y yo sentí un latido fuera de lugar. Un pulso que no era solo mío, ni de ellos, sino de la casa entera que parecía escuchar.
Félix clavó sus ojos en su hermano, la expresión en su rostro tallada en una seriedad peligrosa, como si ese "nosotros" hubiera sido un movimiento inesperado en un tablero cargado de explosivos.
Luca, por supuesto, sonrió. Esa sonrisa era un certificado de pecado capital, diseñada para desafiar el orden y desarmar a la víctima. Se inclinó ligeramente hacia adelante, su mirada no se despegaba de la mía.
Y ahí, en ese cruce de miradas y lenguas, entendí algo que ninguno de los dos había dicho en voz alta. Yo era territorio en disputa. Un peligro compartido. Una vulnerabilidad común. Y eso, en una organización como la mafia, significaba algo enorme, algo que excedía la