La sala de reuniones era una cámara oscura y solemne. El ambiente, cargado de una amenaza latente, se sentía más antiguo y frío que el resto de la mansión. Las lámparas bajas proyectaban haces de luz dramáticos que acentuaban las sombras de los presentes sobre la enorme mesa de madera oscura. Veinte hombres, la guardia personal de élite, esperaban con los rostros tensos y los cuerpos rígidos. El aire vibraba con una expectación silenciosa y peligrosa.
Félix entró primero, era la imagen de la autoridad implacable. Su mano, cálida y firme, no soltó la mía, y ese contacto no era de consuelo, sino propiedad. Me mantenía pegada a su flanco, una declaración silenciosa para todos los presentes: yo era el centro de esta crisis.
Luca entró justo detrás, arrastrando una superioridad cargada de furia. Se movía con ese paso felino, sus hombros tensos y su mirada de cazador, la quietud de su cuerpo era la de un resorte comprimido a punto de saltar.
Apenas nos vieron, los guardias enderezaron la es