Decidir quedarme fue fácil. Lo difícil fue seguir respirando después de lo que acababa de pasar.
El tiramisú me miraba desde la mesa como si representara algo menos grave que la posible declaración de guerra que acabábamos de presenciar. Gigante, húmedo, perfecto, espolvoreado con el mejor cacao… y totalmente insignificante comparado con el hecho de que Félix Romanotti, la encarnación del control, había marcado mi presencia delante del hijo de un capo rival. Era una declaración, un guante lanzado, un aviso que decía: esta mujer es intocable, pero yo seguí con la cuchara en la mano.
Porque si me paraba, si retrocedía, si temblaba… perdería. Y yo ya estaba demasiado adentro del tablero Romanotti, demasiado cerca de la pasión que ofrecían, como para mostrar debilidad. Mi corazón latía en un ritmo frenético contra mis costillas, pero mi mano estaba firme.
—Te dije que era inspirador —murmuré, probando un bocado como si no tuviera cien ojos clavados en la nuca, como si la alta cocina itali