Los días en Valenhall transcurrían con una cadencia sencilla y trabajadora. Wolf y Kael, dejando a un lado sus rencillas pasadas, trabajaban codo a codo en la reparación de la cabaña de Helga. Sus manos, curtidas por la batalla y el clima, se movían con una eficiencia silenciosa, reforzando las paredes agrietadas, reparando el techo de paja y asegurando las ventanas. Christina, a su vez, ayudaba a Helga con las tareas del hogar y el cuidado del pequeño huerto que rodeaba la cabaña, aprendiendo sobre las hierbas y los secretos de la tierra.
La desconfianza inicial de los aldeanos se había suavizado ligeramente al ver el arduo trabajo de los forasteros. No hablaban mucho de su pasado, y la historia de ser viajeros en busca de un hogar, aunque escueta, parecía plausible. Sin embargo, las miradas curiosas y los murmullos seguían siendo una constante, recordándoles que eran extraños en un lugar donde la lealtad y la tradición lo eran todo.
Una mañana, mientras Wolf y Kael trabajaban en el