La tarde había caído sobre la ciudad como una cortina de terciopelo. Afuera, las luces de los edificios comenzaban a encenderse una a una, reflejándose en las calles húmedas por una llovizna ligera que había refrescado el aire.
En el salón principal del hotel donde tendría lugar la inauguración, todo estaba listo. La iluminación cálida bañaba las paredes recubiertas de paneles de madera y detalles dorados; las lámparas de araña, con cientos de cristales finamente tallados, dispersaban destellos sobre las mesas redondas vestidas de manteles marfil. Cada mesa tenía en el centro un arreglo de flores frescas —rosas blancas, lirios y peonías— cuyo aroma se mezclaba con el sutil perfume de velas aromáticas encendidas estratégicamente.
En una esquina, un cuarteto de cuerdas tocaba una melodía suave, llenando el ambiente de un murmullo elegante que se mezclaba con las conversaciones de los invitados. El sonido de copas de cristal chocando al brindar, junto al murmullo grave de los trajes y ve