La oficina de Jimena estaba sumida en un silencio pulcro, interrumpido solo por el zumbido grave del aire acondicionado y el tic-tac de un reloj minimalista colgado en la pared. Desde el ventanal panorámico, la ciudad amanecía con un cielo despejado, teñido de un azul limpio que contrastaba con el gris metálico de los edificios.
Era el tercer día desde que había despedido a Tiago. El tercer día en que la ausencia de su voz, de sus pasos seguros por los pasillos, se había convertido en una presencia incómoda que todos notaban pero nadie comentaba abiertamente.
En la sala de juntas, el murmullo de los empleados se había vuelto más bajo en las últimas reuniones. En el ascensor, había escuchado por casualidad el susurro de dos asistentes.
—¿Ya no trabaja aquí?
—Parece que no… y nadie sabe por qué.
Jimena se decía a sí misma que no le importaba. Que esas conversaciones no tenían peso. Y, sin embargo, cada vez que el nombre de Tiago cruzaba el aire, aunque fuera en voz baja, su corazón reac