La noche se había hecho interminable.
Jimena estaba recostada sobre la cama, pero no había logrado dormir ni un segundo desde que la puerta del auto se cerró y dejó a Tiago, o Alejandro… o quien fuera, plantado en la entrada del hotel.
La habitación estaba envuelta en penumbra, solo interrumpida por el parpadeo constante del reloj digital en la mesa de noche: 03:17. El aire acondicionado emitía un zumbido suave, constante, pero para ella era ensordecedor. La sábana de seda se sentía fría contra su piel, y aun así, cada vez que intentaba cubrirse, la sensación de asfixia la obligaba a destaparse de nuevo.
Cerró los ojos, pero lo único que conseguía era que la imagen volviera:
Tiago, con esa mirada… esa mezcla imposible de ternura, sorpresa y algo más profundo, algo que dolía.
Y la voz de Juan, como un eco: “Me alegra saber que te volviste a encontrar con Tiago Alejandro”.
El nombre “Alejandro” retumbaba dentro de su cabeza, golpeando con la misma fuerza que un recuerdo prohibido.
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