El desayuno quedó atrás, pero los sabores no. El amargor del café se mezclaba con el dulzor del deseo que no dejaba de latir entre los dos. Jimena intentaba respirar con normalidad mientras recogía su bolso de la barra, pero sus manos temblaban y sus piernas seguían algo débiles.
—Antes de que te vayas —dijo Tiago con esa voz grave que vibraba más en el pecho que en los oídos—, quiero mostrarte algo más del apartamento. Nada comprometedor, solo un rincón donde suelo pensar.
Jimena lo miró, aún dudando. Él le ofreció la mano con naturalidad, sin presión. Y ella… se la dio.
La llevó hacia la sala, un espacio cálido y moderno, con ventanales amplios que dejaban entrar la luz del mediodía. En el centro, un sofá amplio, color marfil, con cojines suaves y aroma a sándalo y madera.
Se sentaron. O mejor dicho, Jimena se sentó, erguida, con la espalda tensa, como si su columna intentara no rendirse ante el peso del momento. Tiago se sentó a su lado, pero más relajado, sus dedos jugueteando con