EUNICE
No hay nada más ruidoso que dos lobas de nueve años discutiendo por tener la razón.
—¡Yo lo vi primero! —gritó Anna, con las manos en la cintura y ese ceño fruncido tan similar al de su padre.
—¡Mentira! ¡Tú solo lo dijiste después que yo lo señalé! —replicó Hanna, cruzándose de brazos con ese mismo gesto que me hace pensar si el destino me está gastando una broma criando dos versiones diminutas de mí misma.
Tomé aire. Conté hasta tres. Y luego hasta diez.
—Ninguna tiene la razón —declaré mientras me frotaba las sienes—. Y aunque la tuvieran, no voy a dársela a ninguna. Vayan a jugar. Con todos los demás. Ahora.
Anna me fulminó con la mirada. Hanna rodó los ojos como si le acabara de pedir que escale la Montaña de los Espíritus.
—Somos muy grandes para jugar con niños —protestó Anna, alzando la barbilla.
—Sí, somos más inteligentes —añadió Hanna, como si eso tuviera algo que ver con una ronda de escondidas.
—No me interesa si son reencarnaciones de sabias ancestrales. ¡Fuera! —