ASTRID
El sonido del polvo cerrando el túnel aún retumbaba en mis oídos como un eco que arrastraba consigo todas mis esperanzas. Me quedé de pie frente a la entrada clausurada, los puños temblando, los ojos fijos en la nada. Mi hijo… mi hijo estaba en este mundo, y la mujer que decía amarlo había sellado el único camino de regreso, como un castigo por atreverme a reclamar lo que siempre fue mío.
Lucian puso suavemente su mano sobre mi hombro.
—Debemos irnos, Astrid —dijo con voz serena—. Es peligroso quedarse aquí. Te prometo que encontraremos una forma de volver.
Levanté los ojos hacia él. Su tono, su calma, su calidez… era el mismo niño que abracé en mi juventud, pero ahora era un hombre. Y aún así, tan cercano, tan presente como siempre. Asentí en silencio, y juntos volvimos con los demás.
El camino no fue largo, pero sí pesado. Cada paso era una lucha contra la rabia y la desesperación. Al llegar a la mansión, me encontré con una construcción hermosa, elegante, una de esas casas