ASTRID
Corría de un lado a otro por el gran salón de la mansión real, asegurándome de que todo estuviera perfecto. No podía permitirme errores. Era un día sagrado, un día por el que había soñado y trabajado durante más de diez años. La coronación de Antony. Mi hijo, mi cachorro… ahora sería el Alfa del Reino del Viento.
Aunque no fuera sangre de mi sangre, lo consideraba como mi propio hijo.
—¡Que no falte carne en ninguna mesa! —ordené a los cocineros—. ¿Y los músicos? ¿Ya llegaron?
Mis manos estaban frías por la tensión, pero mi pecho ardía de orgullo. Antony se había convertido en un hombre noble, valiente, un alfa de verdad. Me dolía pensar que pronto no estaría bajo mi techo, pero sabía que era hora de dejarlo volar.
Una mano cálida se apoyó en mi hombro. Me giré y lo vi: Ronan, mi compañero, mi fuerza. Me besó la mejilla, lento, como quien conoce cada latido de mi piel.
—Todo está saliendo bien, Astrid —dijo con su voz serena.
—Quiero que todo sea perfecto —confesé, bajando la