La cabaña estaba oscura. Solo la luz de una lámpara colgada cerca de la ventana, iluminaba de manera irregular las paredes de madera rustica. El olor a tierra y humedad era denso, y la atmósfera, impregnada por el aire helado que se colaba por las rendijas, era opresiva.
Ionela despertó lentamente. Se sentía perdida, desorientada, su mente se encontraba aún nublada por la confusión y el dolor de cabeza. La cabeza le daba vueltas, y el malestar en su estómago la hizo jadear. Cuando logró que su mente se despejara, se encontró en una pequeña habitación, con las muñecas y los tobillos atados con cuerdas gruesas. La sangre había dejado de circular en sus extremidades, causándole un dolor punzante. El sudor frío perlaba su frente.
No entendía qué había sucedido. La visión de Vladislav, transformado en ese monstruo del que había oído hablar desde niña en los cuentos que le leía su hermana y su madre, y según fue leyendo y escuchando por ahí como un mito, se hizo realidad, su imagen todavía