El sonido del disparo aún flotaba en el aire como un eco maldito cuando Vladislav reaccionó. La bala había rozado su hombro izquierdo, quemándole la piel, pero no lo suficiente como para detenerlo. Giró con la velocidad de un rayo, sus ojos se oscurecieron, y una rabia primigenia comenzó a hervirle bajo la piel.
Florin respondió casi de inmediato. El segundo disparo retumbó entre los contenedores del puerto, su estruendo se mezcló con el viento que traía olor a óxido y sal. El hombre que había disparado contra Vladislav se cubrió tras una pila de cajas metálicas, y Christian —el maldito oportunista— retrocedió buscando protegerse al tiempo que empujó a Ballester con violencia para usarlo de escudo humano.
—¡Mierda, Vladislav! ¡Baja! —gritó Florin, mientras su arma escupía fuego en dirección al lugar de donde venía el ataque.
Pero Vladislav no lo escuchaba. La rabia lo estaba devorando desde dentro. Su respiración se volvió irregular, su visión se estrechó. Los límites entre su humanid