La noche después del ataque cayó sobre la casa de Curtea de Argeș como un manto de hierro. El silencio no era paz. Era el eco de la muerte que había rozado sus vidas.
Vladislav despertó de golpe, empapado en sudor, con el pecho ardiendo justo donde la hoja del arma blanca de Christian lo había atravesado. El recuerdo del filo, del olor a sangre y del grito de Adara rompiendo la oscuridad, volvió como una pesadilla viva a su cabeza.
Se llevó una mano al pecho. No había herida. No quedaba nada. Solo un calor extraño, punzante, que no provenía de su cuerpo.
«¿Adara?», pensó con urgencia.
«Aquí estoy…», la voz de ella respondió en su mente. Se escuchó suave, casi como un suspiro.
El vínculo.
Algo había cambiado. Ya no era una conexión de empatía o deseo: era una fusión. Podía sentirla en su respiración, en su miedo, en su pena. Podía oler el perfume de su piel incluso sin verla.
Adara estaba en el ala este de la casa, recuperándose en silencio. Había pasado toda la tarde intentando evit