La luz del amanecer se filtraba a través de las ventanas de la habitación de Vladislav, bañando la escena en una suave luz dorada. Vladislav despertó lentamente, sus ojos se abriendo con dificultad, como si su cuerpo aún estuviera envuelto en un sueño profundo. Pero al mirar a su lado, y ver semejante regalo, a Adara, el sueño se desvaneció al instante.
Ella yacía junto a él, su piel brillaba tersa, con rastros perlados del sudor de la noche. Su cabello estaba esparcido como una cascada de seda sobre las sábanas. Era una imagen tan pura, tan perfecta, que Vladislav no pudo evitar sonreír con una satisfacción que solo podía venir de la posesión más completa. La había tenido, la había reclamado, y lo mejor de todo… ella era suya de una forma que trascendía lo físico.
Al observarla allí, dormida y tranquila, algo en su pecho se apretó con una alegría tan intensa que le costó contenerla. Adara, la mujer que había estado destinada a ser suya desde el principio, nunca antes había sido tocad