La oscuridad del bosque envolvía a Adara como un manto, el suelo bajo sus pies se volvía cada vez más irregular, más empinado, pero no podía detenerse. No podía pensar en nada más que en huir, escapar de algo mucho más grande que ella misma. El crujir de las ramas rotas y el eco de sus pasos resonaban en la noche mientras su cuerpo, aún transformándose, corría con una agilidad que nunca había conocido. El aire, cargado de humedad, la acariciaba de una manera que nunca antes había experimentado. Su respiración era más profunda, más rápida, y sentía el calor en su interior expandirse, como una llama que quemaba todo a su paso.
«Vladislav… Vladislav…». La voz de su mente era ahora un susurro, un eco lejano, pero no lograba conectar con él. Estaba demasiado lejos, demasiado perdida en lo que estaba ocurriendo. Sus ojos, ahora más agudos, podían distinguir hasta los movimientos más sutiles en la oscuridad. Cada sombra, cada sonido, estaba amplificado, como si sus sentidos estuvieran comple