El viento de la noche se colaba por la ventana entreabierta de la cabaña, trayendo consigo la humedad de la oscuridad que aún cubría el bosque. La luna seguía brillando con la misma intensidad, iluminando el lugar con su resplandor frío. Adara dormía, su respiración aún era irregular, como si el mundo que había dejado atrás, ese que solo ella entendía, estuviera desgarrándola por dentro.
Vladislav estaba sentado en el borde de la cama, vigilando cada uno de sus movimientos. Su mente seguía atrapada entre la confusión de lo que había sucedido y la urgencia inexplicable que sentía por mantenerla a salvo. Adara, desde que la conoció, nunca había sido así, nunca había estado tan vulnerable, y eso lo perturbaba. La mujer que había conocido, tan distante, tan fría, tan metida en su mundo de expedientes, de oficina, de ciudad, tan ella, ahora yacía ante él como un ser roto, entregado a un destino que aún no comprendía, pero que sentía más cercano que nunca.
Su mirada recorría la suavidad de