De momento la oficina se sumió en un incómodo silencio, iluminada por los rayos del sol que se filtraban a través del vidrio que cubría la gran ventana. Adara, aturdida, se mantenía de pie, frente a Vladislav, más que frente a él, en sus brazos, por dentro su corazón golpeaba con una intensidad que no podía disimular. Él, inevitablemente pegado a ella por evitar que cayera ante el mareo que presentó, la sentía con intensidad y la miraba sin apartar los ojos, como si cada palabra que aún no decía quedara atrapada en ese aire cargado de electricidad.
El ambiente era sofocante. No era calor, sino esa tensión que revoloteaba como una tormenta a punto de estallar.
—Ve lo que le digo, licenciada —murmuró Vladislav, con un tono grave, casi ronco.
Ella frunció el ceño, fingiendo firmeza.
—Yo… yo estoy bien, no es nada —le dijo en un susurro buscando disimular lo que él le estaba haciendo sentir.
Una sonrisa peligrosa se dibujó en los labios de Vladislav.
—Conmigo no tiene que disimular. Se mu