La noche se cernía sobre el bosque alrededor de la casa de Vladislav como un manto oscuro, denso y cargado de presagios. Cada rincón de la ciudad parecía haber quedado suspendido en el tiempo, como si toda la naturaleza contuviera la respiración, aguardando lo que estaba por suceder. El viento, arrastrado por fuerzas invisibles, recorría las copas de los árboles, como si las propias raíces de la tierra se alzaran al ritmo de un llamado ancestral. Su aliento traía consigo un aroma a tierra húmeda y magia olvidada, una mezcla embriagante que hacía que el aire se espesara, haciéndolo pesado, como si el mundo mismo estuviera a punto de transformarse.
Las antorchas, que hasta ese instante Adara pudo divisar, estaban dispuestas estratégicamente alrededor del círculo ritual, chisporroteaban. Su luz titilante luchaba contra la oscuridad que se cernía sobre la propiedad. Cada llama danzaba en una danza enloquecida, proyectando sombras alargadas sobre las piedras talladas en el suelo. Estas pie