El amanecer caía suave sobre los árboles cuando Eryndor apareció junto a Adara.
Ella estaba en el claro, observando cómo la niebla se disolvía lentamente, sin sospechar lo que el elfo traía consigo.
El brillo usual en los ojos del elfo había desaparecido; en su lugar, una preocupación casi doliente, le surcaba el rostro.
—Adara —dijo con voz grave—. El equilibrio se ha roto otra vez. He sentido una perturbación en el vínculo que une tus tierras con las nuestras.
—Nunca más estuvo estable —respondió ironizando—. ¿Qué más puede pasar que no hayamos vivido ni visto?
—No sé qué tan grave sea pero creo que requiere de atención.
Ella lo miró, confundida.
—¿Qué quieres decir?
Eryndor avanzó un paso, alzando la mano y trazando en el aire un símbolo que titiló con un resplandor azul.
—Alguien a quien amas… está sufriendo. Ionela. Su energía vital se debilita. Pareciera que es por enfermedad, pero creo que hay algo más… alguna interferencia. Hay algo oscuro drenando su esencia.
El corazón de Ad