El refugio estaba envuelto en un silencio casi sagrado. La chimenea crepitaba en el rincón, lanzando destellos naranjas sobre las paredes de piedra que parecían absorber el calor con desgana. Afuera, la lluvia golpeaba con fuerza contra los ventanales, como si quisiera arrastrarlos a todos con su furia. Adara estaba sentada en el sofá cubriéndose con una manta áspera, pero aún temblaba, no de frío, sino del caos que ardía en su interior.
Vladislav la observaba en silencio, de pie junto a la ventana. Su figura imponente se recortaba contra la oscuridad del bosque. Llevaba los brazos cruzados, pero su mandíbula tensa delataba la lucha interna.
—Veo que estás más calmada —le dijo desde donde estaba—. No deberías estar sola después de lo que pasó —murmuró, sin apartar la vista del cristal empañado—. Lo mejor es que pases la noche aquí.
Adara levantó la cabeza. Sus ojos, enrojecidos por las lágrimas, brillaban con una mezcla de miedo y obstinación.
—No. No quiero quedarme. No quiero depend