La noche devoraba el bosque cuando Adara cruzó la línea rota del escudo mágico.
Su respiración era un hilo tembloroso, y la magia violeta todavía chisporroteaba alrededor de su piel como brasas en un incendio apagado demasiado rápido.
Cada paso era una punzada. Cada recuerdo, una daga. La imagen de Vladislav arrodillado, sangrando en silencio, la perseguía… y aun así, no se detuvo.
El aire cambió. Se volvió más denso, más frío.
Una figura se formó entre los árboles.
—Adara… —La voz de Christian surgió como un susurro que quiso sonar cálido, pero estaba podrido de intención.
Ella no retrocedió. No avanzó. Simplemente se quedó allí, inmóvil, luchando por distinguir la realidad de las imágenes que aún latían detrás de sus ojos.
Christian emergió de la penumbra con esa sonrisa de calma falsa que siempre le había incomodado desde la primera vez que lo vio.
Su mirada recorrió el aura quebrada alrededor del cuerpo de Adara.
—Estás herida —murmuró, acercándose como quien se aproxima a un ani