Me llamo Azalea Izzy Haro Benavides, hija del rey Falcón y la reina Azucena. Princesa del reino de León. Última en la fila, octava de ocho. O, como solían decir mis adoradas hermanas: la abeja bastarda. Ellas son Daisy, Maisy, Suzie, Hazel, Eliza, Lizzie y Patsy. Siete nombres dulces, casi idénticos, como si mis padres hubieran querido fabricar una colmena perfecta... hasta que nací yo, la que rompió el molde. La que salió con ojos grises como las tormentas y pelo dorado como el sol. Una mancha dorada en su enjambre oscuro. Desde que tengo memoria, me han empujado al margen: a la cocina, a los establos, a los pasillos traseros del castillo donde la realeza no se ensucia las manos. Ahí aprendí a freír pan sin quemarlo, a coser heridas sin llorar, y a estudiar las estrellas mientras ellas se pintaban las uñas con oro líquido. Mientras ellas se creían reinas por derecho, yo aprendía a sobrevivir. Por eso el día del baile con los príncipes de la Alameda –el evento que podría cambiar nuestro destino– rasgaron mi vestido a escondidas, lo tiñeron de tinta y dejaron mi corona flotando en una cubeta con excremento de caballo. Pero no lloré. Roderick. El médico. El de mirada seria y manos limpias de sangre. El que no bailaba con muñecas de porcelana. El una amenaza. Yo una abeja reina.
Leer másLa tarde olía a flores prensadas y a silencios que pesaban como piedras. El sol brillaba entre los vitrales del castillo, dejando fragmentos dorados sobre el mármol. Roderick y Azalea estaban en el pasillo junto al invernadero, acompañados por la mirada furtiva de criadas, cortesanos, y hasta estatuas que parecían escuchar. —Solo quince días —le susurró él, acariciándole la mano con la yema de los dedos—. Te lo prometo, Azalea. Y después… el resto de nuestras vidas. Ella asintió, aunque no podía evitar mirar a todos lados. Sabía que nada en su vida era privado. Ni siquiera un suspiro. —¿Crees que pueda resistirlos? —preguntó en voz baja. —Sé que sí —dijo él, firme—. Pero si no puedes, me lo dices y vengo por ti, aunque tenga que escalar murallas con una sola espada. Azalea soltó una sonrisa apenas perceptible. Una chispa de alivio. Él se inclinó y besó su mano con decisión, sin temor a testigos. —Aguanta, Azalea. Ya te elegí. Y no cambiaré de opinión mi pequeña abejita. Y sin m
El sol había apenas asomado tras las montañas cuando los tambores de Alcalá comenzaron a retumbar por el valle. Una caravana, tan extensa como una serpiente dorada, se deslizaba por el camino real rumbo al reino de Falcón.Al frente cabalgaba Roderick, con la mirada fija al horizonte y el corazón latiendo con la firmeza de quien ya ha decidido su destino. Vestido con una capa carmesí, su armadura reflejaba los primeros rayos de sol como fuego sagrado. A cada lado, sus escoltas mantenían la formación: jinetes de lanza larga, escudo redondo y ojos entrenados para detectar cualquier amenaza.Tras él, los estandartes dorados ondeaban al viento. Seguían cuatro carruajes pesados, cuyos ejes crujían bajo el peso de cofres sellados. Oro puro, gemas, perlas de las costas sureñas. Luego, tres carretas con rollos de seda azul, lino encarnado, encajes tejidos por manos orientales. El ganado caminaba lento, con las campanas resonando como cantos rituales, guiados por pastores en capas azules. Vein
Un murmullo se elevó en el salón. El emperador asintió con una sonrisa breve, aprobando la osadía del príncipe. El padre de Roderick, el rey Arturo Alcalá, su madre la reina Valkara de Alcalá y sus hermanos Estefan, Louis y Felipe estaban anonadados. Todos esperaban. El rey Falcón tragó saliva, evaluando la escena. Estaba rodeado de testigos: nobles, embajadores, y lo peor de todo… el emperador, que ya sonreía, satisfecho. No le quedaba más opción. —Tu propuesta honra a nuestra familia, príncipe Roderick —dijo el rey con voz grave—. Y si Azalea cuenta con tu afecto… entonces tendrás mi bendición. El brindis estalló entre los nobles. Copas alzadas, aplausos, felicitaciones. Azalea no podía creer lo que acababa de pasar. Roderick tomó su mano con firmeza y sin disimulo, como si al hacerlo sellara su palabra. Pero mientras todos festejaban… Azalea sabía que su batalla no había terminado. Sólo acababa de comenzar. La noche avanzó y uno a uno, los nobles comenzaron a despedirs
Habían bailado ocho piezas seguidas. Ocho. La respiración de Azalea se entrecortaba, no por el cansancio físico, sino por la intensidad de la noche. Su mano aún temblaba en la de Roderick cuando él se inclinó con una sonrisa encantadora. —Esperas aquí. Iré por algo de beber. Y prometo no demorar —le guiñó un ojo antes de desaparecer entre la multitud.—Bien, ve. Azalea se quedó junto a una columna revestida de hiedra y lirios blancos, intentando calmar su corazón. Pero no tuvo tiempo de recomponerse. Un grupo de risas suaves, de esas que no tienen nada de suaves, se deslizó a su alrededor. —Mira quién se cree ahora el centro del universo —dijo Hazel, con su sonrisa venenosa. —La princesa de último minuto —agregó Suzie, ajustando con rabia el broche de su cinturón. —Nos avergüenzas —sentenció Eliza, con los ojos brillando de furia contenida—. ¿Cómo te atreves a aceptar el primer baile del heredero menor? ¡Ese lugar no era para ti! —Eres la menor. La inútil. La torpe. ¡Vas a arr
—Y finalmente… la señorita Azalea, mi hija menor —anunció el rey Falcón, un tanto desconcertado al ver a su hija correr tras el resto del grupo familiar. Azalea llegó jadeando suavemente, con las mejillas encendidas más por la vergüenza que por el esfuerzo. El dobladillo de su vestido azul medianoche ondeaba tras ella como la sombra de un secreto. Se mantuvo a una distancia prudente del resto de sus hermanas, procurando no llamar la atención, pero era inútil. Su presencia destacaba de forma involuntaria, como una luciérnaga entre piedras. Desde su lugar junto al rey Arturo Alcalá, Roderick alzó una ceja intrigado al verla. La muchacha que había salido corriendo justo después de su dulce encuentro parecía ahora ocultarse detrás del batallón de princesas Benavides. Se inclinó hacia su hermano menor. —Felipe… ¿tú también conoces a la doncella de vestido azul medianoche? Felipe, con la naturalidad de quien no sospecha nada, asintió mientras se acomodaba la chaqueta. —Claro, es l
—¿Disculpe?—¿Escapando del anuncio oficial, alteza? —dijo una voz masculina con una mezcla de picardía y curiosidad.Azalea se giró con un leve sobresalto, pero su expresión se suavizó al ver al joven que tenía frente a ella. No lo reconoció de inmediato, pero había algo en su porte —el porte de alguien que no necesitaba que lo anunciaran para ser notado— que la hizo mantener la mirada.Él inclinó la cabeza, haciendo una reverencia elegante, sin dejar de sonreír.—Felipe Sebastián Alcalá de la Alameda —dijo, como si recitara un título más por protocolo que por vanidad—. Príncipe y, en mi tiempo libre, arqueólogo y explorador. Aunque hoy, parece que he descubierto un tesoro inesperado.Azalea alzó una ceja, divertida.—¿Me ha seguido, señor Alcalá?—Con la delicadeza de quien explora un sitio antiguo —respondió él—. Primero me llamó la atención que alguien evitara el protocolo con tanto estilo. Luego vi los jardines y a usted caminando sola, y pensé que valía la pena ver hacia dónde l
Último capítulo