Me llamo Azalea Izzy Haro Benavides, hija del rey Falcón y la reina Azucena. Princesa del reino de León. Última en la fila, octava de ocho. O, como solían decir mis adoradas hermanas: la abeja bastarda. Ellas son Daisy, Maisy, Suzie, Hazel, Eliza, Lizzie y Patsy. Siete nombres dulces, casi idénticos, como si mis padres hubieran querido fabricar una colmena perfecta... hasta que nací yo, la que rompió el molde. La que salió con ojos grises como las tormentas y pelo dorado como el sol. Una mancha dorada en su enjambre oscuro. Desde que tengo memoria, me han empujado al margen: a la cocina, a los establos, a los pasillos traseros del castillo donde la realeza no se ensucia las manos. Ahí aprendí a freír pan sin quemarlo, a coser heridas sin llorar, y a estudiar las estrellas mientras ellas se pintaban las uñas con oro líquido. Mientras ellas se creían reinas por derecho, yo aprendía a sobrevivir. Por eso el día del baile con los príncipes de la Alameda –el evento que podría cambiar nuestro destino– rasgaron mi vestido a escondidas, lo tiñeron de tinta y dejaron mi corona flotando en una cubeta con excremento de caballo. Pero no lloré. Roderick. El médico. El de mirada seria y manos limpias de sangre. El que no bailaba con muñecas de porcelana. El una amenaza. Yo una abeja reina.
Leer másWismeiry se miraba al espejo por décima vez esa mañana, sujetándose el vientre con una mezcla de asombro y emoción. —¿Y si también son dos? —murmuró para sí misma. La noticia aún la tenía en las nubes. No había duda, el cansancio, las náuseas matutinas y ese sexto sentido que tenía le gritaban lo evidente: estaba embarazada. Con una sonrisa iluminando su rostro, tomó su capa y se dirigió al castillo a ver a Azalea. Azalea estaba recostada entre cojines mullidos, con su panza ya evidente marcando su elegante vestido de lino. Al ver entrar a Wismeiry, se incorporó. —¡Al fin! Pensé que te habías olvidado de mí. —Azalea abrió los brazos—. Ven aquí, futura mamá. —¿Cómo supiste? —preguntó Wismeiry, abriendo los ojos como platos. —Tienes esa cara de "voy a vomitar y llorar si no me das un panecillo de canela". Ambas rieron y se abrazaron, más unidas que nunca. Esa tarde decidieron ir juntas al pueblo a casa de Natalie, la costurera de confianza de Azalea, para encargar las prime
Cuatro meses, habían transcurrido desde la boda real, y el castillo se había convertido en un hogar para Azalea. Roderick y ella compartían sus días entre deberes reales, bromas cómplices, paseos por los jardines y noches donde el amor era el lenguaje predominante. Sin embargo, había una sombra que aún no se disipaba del todo. —Azalea —dijo una tarde uno de los guardias—. Han llegado el rey de Falcón Haro de Leon y la reina Azucena de Benavides. Están en el salón de recepciones. El color abandonó por completo el rostro de Azalea. No los había visto desde la ceremonia. Ni siquiera había considerado regresar a su castillo natal para la tradicional bendición posterior. No tenía fuerzas ni deseos de verlos. Roderick, que se encontraba con ella, notó el temblor en sus manos. —¿Quieres que los reciba yo? —preguntó con dulzura. —Debo enfrentarlos —susurró ella—. Pero no sola. —Jamás estarás sola —le aseguró, tomando su mano. El salón de recepciones era un espacio vasto, con colum
Al día siguiente, los piratas fueron conducidos al gran patio del castillo, donde los esperaba el general Estefan, hermano mayor de Roderick, rodeado de oficiales y escribanos. El sol pegaba fuerte sobre las cabezas de todos, pero los ánimos estaban más tensos que el aire cálido que vibraba sobre las piedras. Louis y Felipe, impecables con sus uniformes de gala y el escudo del reino bordado en oro, se adelantaron al estrado donde Estefan examinaba los documentos de los prisioneros. Las gemelas, con las muñecas esposadas y los cabellos trenzados de forma descuidada, miraban alrededor sin entender aún la magnitud del asunto. —¿Será que nos acusarán de ladronas? —pensó Lyra, mordiéndose el labio. —Herma..quiero decir General—dijo Louis, con una reverencia formal—. Estos prisioneros... creemos que podrían ser valiosos si se reforman. —Especialmente las señoritas —agregó Felipe, mirando a Lyra con una sonrisa más nerviosa que encantadora. Alex Hopper, con los brazos cruzados y u
Louis Octavio y Felipe Sebastián, los hermanos mayores de Roderick, caminaban por las empedradas calles del mercado central. La tarde era soleada, el aire olía a pan horneado, y el murmullo de los comerciantes llenaba el ambiente.—No puedo creer que sigamos solteros —dijo Louis, con una carcajada mientras ajustaba su capa azul—. ¡Tú eres casi tan guapo como yo, y eso es decir mucho!—Gracias por tu humildad, hermano —resopló Felipe, empujándolo con el codo—. Pero es verdad. Entre los bailes, las visitas diplomáticas y las fiestas del castillo, ya deberíamos tener no una, sino dos esposas cada uno.Louis asintió, pensativo.—Quizás nuestro problema es que buscamos emoción en lugar de conveniencia.—O tal vez estamos condenados a vivir a la sombra del matrimonio de cuento de Roderick y Azalea —dijo Felipe con tono sarcástico—. Cualquier intento de conquista termina en comparación.Durante la caminata, varias jóvenes los saludaron con sonrisas intencionadas.—¿Nos acompañan a tomar el t
La boda de Wismeiry y Estefan fue todo lo contrario a la pomposidad que caracterizó la unión de Azalea y Roderick. Se celebró en los jardines interiores del ala norte del castillo, con flores silvestres, un laúd tocando suavemente y unos pocos amigos cercanos. Tal como Wismeiry había pedido. —No quiero fuegos artificiales —había dicho—. Ni coros de niños, ni fuentes de chocolate. Quiero paz... y no morir desangrada en mi noche de bodas. Azalea, quien era su dama de honor, casi se atraganta de la risa con la copa de vino. —¿Y si te enamoras tanto que no puedes parar? —¿Enamorarme? Ya me enamoré. ¡Ese no es el problema! El problema es que lo he visto salir del lago sin camisa y la ropa mojada pegada al cuerpo sin estar excitado. ¡Eso no es una espada, es una lanza de guerra! Estefan, que había alcanzado a escuchar desde la entrada, se aclaró la garganta. —Sigo aquí, por si les interesa—Estefan se acerca con dos copas en la mano. Le da una a su esposa. —¡Perfecto! Así confirmas lo
Wismeiry caminaba por los pasillos del castillo con el cabello trenzado. Aquel día, se le veía más pensativa que de costumbre. No solo por la confesión que Azalea le había hecho en la noche anterior, sobre su primera noche con el príncipe Roderick —que había resultado mucho más real, caótica y sensorial de lo que las lecciones de la casamentera sugerían—, sino porque una carta oficial del príncipe Estefan le había sido entregada al amanecer. La esperaba en los jardines traseros, donde las fuentes danzaban al ritmo del viento y las estatuas blancas de mármol relucían con el rocío matutino. Wismeiry caminó con el corazón latiendo rápido. Él la recibió con una sonrisa discreta, como quien oculta nervios bajo capa de nobleza. —Gracias por venir —dijo Estefan, con voz suave. —No sabía que tenía opción, Alteza —respondió Wismeiry, con una reverencia leve pero astuta. Él sonrió. —Lo sabía. Por eso me gustas. Ella se quedó congelada unos segundos, incómoda. Él sacó un pergamino.
Último capítulo