Un mes había transcurrido desde la boda real, y el castillo se había convertido en un hogar para Azalea. Roderick y ella compartían sus días entre deberes reales, bromas cómplices, paseos por los jardines y noches donde el amor era el lenguaje predominante. Sin embargo, había una sombra que aún no se disipaba del todo.
—Azalea —dijo una tarde uno de los guardias—. Han llegado el rey de Falcón Haro de Leon y la reina Azucena de Benavides. Están en el salón de recepciones.
El color abandonó por completo el rostro de Azalea. No los había visto desde la ceremonia. Ni siquiera había considerado regresar a su castillo natal para la tradicional bendición posterior. No tenía fuerzas ni deseos de verlos. Roderick, que se encontraba con ella, notó el temblor en sus manos.
—¿Quieres que los reciba yo? —preguntó con dulzura.
—Debo enfrentarlos —susurró ella—. Pero no sola.
—Jamás estarás sola —le aseguró, tomando su mano.
El salón de recepciones era un espacio vasto, con columnas altas y tapices