Ajedrez
Wismeiry caminaba por los pasillos del castillo con el cabello trenzado. Aquel día, se le veía más pensativa que de costumbre. No solo por la confesión que Azalea le había hecho en la noche anterior, sobre su primera noche con el príncipe Roderick —que había resultado mucho más real, caótica y sensorial de lo que las lecciones de la casamentera sugerían—, sino porque una carta oficial del príncipe Estefan le había sido entregada al amanecer.

La esperaba en los jardines traseros, donde las fuentes danzaban al ritmo del viento y las estatuas blancas de mármol relucían con el rocío matutino. Wismeiry caminó con el corazón latiendo rápido. Él la recibió con una sonrisa discreta, como quien oculta nervios bajo capa de nobleza.

—Gracias por venir —dijo Estefan, con voz suave.

—No sabía que tenía opción, Alteza —respondió Wismeiry, con una reverencia leve pero astuta.

Él sonrió.

—Lo sabía. Por eso me gustas.

Ella se quedó congelada unos segundos, incómoda. Él sacó un pergamino.

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