—No tengo tanto deseo de cabalgar pero es mejor que estar encerrada. —Esta bien, señorita iré a su lado. Esa tarde, bajo el cielo anaranjado del crepúsculo, Azalea ensilló a su yegua, Niebla. Wis la acompañaba en otro corcel más tranquilo. Galopaban por la llanura, lejos del castillo, dejando que el viento les despeinara los pensamientos. Todo era paz… hasta que no lo fue. Niebla relinchó con fuerza, levantó las patas delanteras y salió disparada, desbocada, enloquecida. Azalea se da cuenta de que algo no está bien.—¡Niebla! ¡Detente! —¡AZALEA! ¡No vayas tan rápido!—gritó Wis, tratando de alcanzarla sin éxito.—¡No soy yo! ¡Algo le pasa a este animal!—le grita a todo pulmón. El cabello de Azalea se soltó en el aire, sus manos apenas lograban controlar las riendas. El mundo se volvió desequilibrado. —¡Sostente con fuerzas!—¡No te escucho! ¡Debí quedarme en mi habitación! ¡Detente animal del mismísimo infierno! ¡Que te pasa! ¡NIEBLAAAAAAA!Las ramas, el viento, el temblor
Desde aquel encuentro en el campo, el nombre de Estefan Rafael Alcalá de la Alameda comenzó a resonar en los pasillos del castillo con más frecuencia de la que Azalea hubiera deseado. Como general condecorado y hermano del joven héroe Roderick, no era raro verlo convocado a banquetes, recepciones y hasta simples paseos por los jardines reales con jóvenes de todas las familias… pero Azalea no era tonta. Ese era el más popular de los cuatro. Sabía exactamente por qué Estefan estaba allí. Y cada vez que lo veía caminar entre los corredores de mármol, con sus botas resonando con autoridad, sus ojos fijos en ella cuando creía que nadie miraba… se le apretaba algo en el pecho. Pero el problema no era solo él. El problema eran ellas. —Azalea, ¿lo viste otra vez? —preguntó Hazel Marina, una de las trillizas, con una sonrisa insinuante mientras arreglaba su escote frente al espejo—. Hoy llevaba un abrigo azul marino. Me dijo que era su favorito. ¿Te fijaste en cómo huele? —cerró los oj
—Voy con usted señorita. —No Wis, quédate y mantenme informada de lo que hacen mis demás hermanas y no las dejes entrar a mi habitación a robarme. —Bien, señorita Azalea. El sol del mediodía caía con fuerza sobre el empedrado de la plaza principal del reino, justo frente al antiguo edificio del ayuntamiento. Azalea, la princesa menor del Reino Haro Benavides, salía con paso rápido, llevando en una carpeta los documentos sellados con el permiso oficial para la fiesta de recibimiento. Su madre la había enviado personalmente, y aunque no le agradaban mucho los encargos administrativos, agradecía la excusa para salir del castillo. No esperaba, sin embargo, chocar con alguien justo al bajar los escalones de la entrada. El impacto la hizo perder el equilibrio, y los papeles cayeron como hojas secas al suelo. Un brazo fuerte la sostuvo a tiempo de evitar la caída. —¡Oh! Mis disculpas, señorita —dijo el joven, inclinando la cabeza con respeto mientras se agachaba a recoger los papeles
Cuando terminan los bocadillos y las charlas sobre trivialidades —cosas como el clima, las últimas fiestas reales y los rumores sobre nuevas alianzas políticas—, Azalea se levanta, arregla suavemente la falda de su vestido azul medianoche y les sonríe a Louis y a Estefan. —Ha sido un placer, de verdad —dice con esa dulzura que a ambos les hace doler el pecho—. Pero debo ocuparme de algunos asuntos antes de la cena. Louis se pone de pie enseguida, como impulsado por un resorte. —Nos veremos pronto, ¿verdad? —pregunta, con una leve inclinación de cabeza y una mirada esperanzada. —Muy pronto —promete Azalea, bajando la voz. Estefan también asiente, un tanto más reservado, pero con los ojos brillantes. —Nosotros también nos vamos—añade Esteban a las hermanas de Azalea que s e quedaron mirándolos. —Regresen pronto—les dice una de ellas. Ambos salieron de la mansión. Cuando Azalea se aleja por el pasillo, siente a sus hermanas clavándole cuchillos invisibles con la mirada. Ignora s
En el Reino de León, la miel es símbolo de nobleza, dulzura y poder. Pero si me preguntan a mí, también sabe a veneno si la producen las abejas equivocadas. Yo soy Azalea, la octava. La última. La que nunca debió nacer, si le preguntan a mis hermanas. Nací con los ojos del color de las tormentas y el pelo del color del sol, y eso bastó para convertirme en el error de la colmena. Mi hermana mayor, Daisy –la de 25 años y un ego que le cabe justo en la corona– fue la primera abeja reina fallida. No la soporta nadie, ni siquiera su reflejo. Hoy, como casi todos los días, decidió empezar el amanecer con su pasatiempo favorito: arruinar el mío. —¡Arriba, floja! —gritó, justo antes de lanzarme un cubo de agua fría encima—. Las sirvientas no duermen hasta tarde. —No soy una sirvienta —le gruñí entre dientes, temblando. —No, claro que no —rió con sarcasmo—. Pero pareces una. La puerta se cerró de un portazo y escuché los tacones de la segunda: Maisy, la de 23. Siempre hambrienta,
Sentí cómo el aire volvía a mis pulmones al tocar el suelo. Sus brazos, que hacía segundos me envolvían con una fuerza que no conocía, ahora se separaban de mí con delicadeza. Me colocó de pie, con cuidado, como si temiera romperme, y su mirada se quedó en la mía por unos segundos que parecieron años. —¿Realmente estás bien? —pregunta con una voz tan serena como profunda. Asentí, aunque no podía evitar mirar sus ojos… eran como los cielos que tanto admiraba desde mi ventana. Ni siquiera noté que los demás jinetes se habían detenido hasta que los caballos pasaron rugiendo a nuestro lado, lanzando silbidos y risas. —¡Hermano, qué suerte la tuya! ¿La llevarás contigo? Creo que se enamoró, mira sus ojitos—grita uno de ellos, carcajeándose como si aquello fuera un espectáculo de feria—. ¡Y una sirvienta! Te gustan humildes, ¿eh? —¡Se lo diré a papá, Roderick! ¡Las princesas te van a aniquilar cuando vean que una sirvienta les ganó! —añade otro, sin siquiera mirarme, como si yo fu
Cuando crucé la reja trasera del palacio, ya había oscurecido. Mi falda de lino estaba manchada de tierra y el pañuelo con el que cubría mi cabello apenas se sostenía por un nudo flojo. Apenas empujé la puerta que daba a las cocinas, escuché el chillido agudo de Wismeiry Dinah. —¡Por las barbas del santo Falcón! ¡Azalea Izzy Haro Benavides! ¡¿dónde estabas?! Su voz fue un látigo que me trajo a la realidad. Su rostro estaba pálido, las manos aún cubiertas de harina, el mandil torcido como si hubiera salido corriendo de la cocina. Me tomó del brazo y me arrastró hasta dentro con más fuerza de la que parecía tener. Pensé que algo grave sucedía. —¿Qué pasa? —pregunto, quitándome el pañuelo—. Solo fui al pueblo, como siempre. ¿Mi padre se entero? —¡Te buscaron! ¡Te buscaron como si se hubiera abierto el infierno! —me regañó entre susurros—. Les dije que fuiste a casa de la señorita Luisa. —¿Por qué tanto alboroto? —Dos mensajeros del Consejo llegaron esta tarde, ¡y tus hermanas
No hay sonido más aterrador que el chillido de siete víboras disfrazadas de princesas. —Señorita ya deben estar todos adentro. —Espera, Wis déjame ir sola por un momento. Ni bien pasé por el pasillo principal, escuché los alaridos que salían del salón del trono. Me escondí tras un tapiz, ese viejo de hilos dorados que oculta una ranura en la pared, y desde allí me asomé lo suficiente para espiar. —¡¿Solo cuatro?! —gritó Daisy, la mayor, sacudiendo una carta de pergamino como si quisiera que ardiera en sus manos—. ¡Somos siete! ¿Qué clase de burla es esta? —¡Esto es una humillación! —dijo Hazel, una de las trillizas, mientras Eliza se arreglaba el moño como si aún estuviera en una fiesta—. ¡Nosotras merecemos reyes, no sobras! —¡Yo soy la más joven y bella! —bufó Patsy, lanzando una mirada fulminante a Lizzie, su gemela—. Seguro uno se queda conmigo. Tú tienes las caderas de una mula. —¡¿Mula, yo?! ¡Te crees la miel y no llegas ni a propóleos! —le respondió Lizzie, lista pa