La noche no había caído aún, pero el bosque ya se recogía en un silencio expectante. Las ramas altas apenas se movían, como si el viento hubiera pactado una tregua. La tierra, mullida bajo los pies descalzos de Elia, no temblaba ni crujía. Solo recibía. Como se recibe a quien ha regresado con algo que le pertenece.
Riven caminaba a su lado, en silencio. Sus pasos eran firmes, no por fuerza, sino por certeza. Ambos sabían que esa noche no se abría un nuevo ciclo: se sellaba uno antiguo. Era la noche donde el linaje dejaría de esperar señales externas. Donde el bosque, el cuerpo y el Velo hablarían al unísono. Y para hacerlo, el fuego lunar tendría que hablar.
El claro se extendía ante ellos. El altar central —ahora lleno de marcas recientes, de trazos hechos con savia, carbón y memoria— esperaba. La espiral que Elia había trazado con sangre sin herida seguía visible, intacta. En el centro, una piedra hueca contenía la ceniza del último fuego. Nadie había osado retirarla. Porque todos s