La noche era densa, pero no oscura. Una bruma azulada se elevaba desde el suelo del claro, cubriendo apenas los tobillos, como si la tierra respirara sueños aún no nacidos. Elia caminaba delante, con los pies descalzos. Riven la seguía en silencio, llevando en una mano un cuenco de piedra, y en la otra, una antorcha apagada. No hacían falta palabras: la memoria compartida era más precisa que cualquier idioma.
El segundo altar, ahora transformado por la raíz invertida, palpitaba con una luz interna. No era luminiscencia. Era vida. La tierra parecía contener la respiración. Incluso los insectos callaban. En el centro, donde antes hubo solo suelo oscuro, ahora latía una textura que no era piedra ni raíz: era testimonio vivo.
Elia se arrodilló junto al montículo, y Riven hizo lo mismo. Frente a ellos, la espiral de cobre que había quedado del ritual anterior seguía en su lugar, como si hubiese estado esperando esta nueva convergencia. Riven colocó el cuenco de piedra en el centro exacto d